El diario londinense The Guardian publicó el lunes 2 de junio una noticia según la cual hasta 17 buques de la armada de Estados Unidos estarían sirviendo de cárceles secretas para los sospechosos de pertenecer a redes terroristas del tipo Al Qaeda. Las denuncias provienen de activistas de derechos humanos, de declaraciones de los propios oficiales estadounidenses y de prisioneros que sobrevivieron para contarlo.
El concepto de que los barcos sean usados como mazmorra para prisioneros confinados allí sin derecho a defensa evoca épocas que se creían superadas. Sobre todo, no es fácil asociarlo con la democracia más avanzada del mundo, cuya fundación misma en 1776 hizo creer que en el horizonte de la humanidad primaría la libertad de los hombres y su igualdad ante la ley.
Lo peor es que a estas alturas parece noticia vieja. Ya nadie se sorprende de los abusos a los que el gobierno de George W. Bush ha recurrido en su guerra contra el terrorismo. Desde el infame atentado contra las Torres Gemelas en 2001, y tras la apresurada aprobación de la peligrosa Patriot Act, o Ley Patriota, Washington ha dado toda clase de pruebas de que el establecimiento político estadounidense está dispuesto a todo con tal de vengar esa tragedia. Y que no importa mucho quien quede en el camino, ni siquiera los principios más sagrados que animaron la fundación de su país, al frente de los cuales está uno que merece mayúscula: la Libertad.
Esto parecería sencillo de superar por medio de los sistemas de frenos y contrapesos que existen en la Constitución de Estados Unidos. Lo malo es que ya nadie sabe con certeza a cuál libertad se refieren los estadounidenses cuando hablan de estos temas. Porque el concepto mismo ha sido manipulado al punto de que, para muchos, hoy es una caricatura de la que animó al nacimiento de esa gran nación hace más de 200 años.
La controversia, por supuesto, está lejos de llegar a los grandes medios de comunicación de Estados Unidos, que suelen ser independientes y críticos de sus gobiernos pero solo mientras no sean considerados “unamerican”. Este concepto, que no existe en ningún otro país, y que se viene usando sobre todo desde los años 50, con la cacería de brujas contra la izquierda del Macartismo, señala como parias a quienes asumen la libertad de pensar por fuera de lo que es ‘ser estadounidense’.
De ahí que solo en forma tímida y cuidadosa los medios de Estados Unidos registraron la semana pasada el lanzamiento de un estudio del instituto Freedom House, según el cual su sociedad no es tan libre como se cree generalmente. Y lo hicieron así a pesar de que el documento es apenas una crítica tibia, como era de esperarse si se tiene en cuenta que esa entidad es financiada en buena parte por el gobierno de Washington.
El libro resultante se titula “Los norteamericanos de hoy. ¿Qué tan libres son?”. Su análisis abarca desde las medidas antiterroristas hasta la libertad de expresión y de prensa, pasando por los problemas con la inmigración ilegal, la libertad religiosa, las relaciones raciales, la igualdad de oportunidades, el sistema judicial, el proceso político, la libertad de enseñanza. Concluye que, a pesar de todo, Estados Unidos es un país bastante libre, en el que los derechos políticos y las libertades civiles son muy respetados, aunque no universalmente.
Llega a tres conclusiones fundamentales. La primera, a pesar de las tensiones inevitables en un país caracterizado por su diversidad, Estados Unidos ha sido relativamente exitoso en crear una sociedad multicultural. A pesar de ello, advierte que sus conclusiones no deben soslayar problemas como la inmigración ilegal, los musulmanes estadounidenses, las disputas entre los latinos y los negros, y la difícil relación de estos últimos con el sistema penal.
La segunda, que sólo con un establecimiento judicial independiente y con una prensa libre es posible preservar la libertad. Afirma que al fin y al cabo las medidas controversiales del gobierno han sido contrarrestadas por la acción de los jueces.
Y tercera, que son “preocupantes” las medidas contra el terrorismo que restringen la libertad, como los intentos por extender la autoridad del Ejecutivo sin los controles del Legislativo y el Judicial, las “extraordinary renditions” (la entrega de prisioneros a países para una especie de outsourcing de la tortura), el maltrato de los prisioneros, la grabación de conversaciones privadas sin permiso judicial, etcétera.
El documento concluye que la controversia sobre los ataques a las libertades civiles de la administración de Bush debe ser analizada desde una perspectiva histórica. Sostiene que esas medidas resultan menores si se les compara con otras oportunidades en que, siempre bajo la influencia de la guerra, fueron restringidas las garantías constitucionales. Cita para ello la suspensión del habeas corpus durante la guerra de secesión, o la decisión de confinar a los japoneses y sus descendientes en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial.
Una conclusión como esa equivale a felicitar a los negros de hoy porque ya no son linchados en los pueblos del sur. Y demuestra que Freedom House no se aparta de la concepción de la libertad que George W. Bush y su gobierno han convertido en verdad revelada a punta de manipularla una y otra vez.
La lucha contra esa manipulación es la bandera de otros pensadores en Estados Unidos, como el lingüista George Lakoff, quien sostiene que el pueblo de ese país ha sido conducido, mediante una intensa campaña propagandística, a creer honestamente como una verdad revelada el concepto de libertad adoptado por los ultraconservadores que han manejado el poder en la presidencia de Bush.
No puede ser de otra forma, dice Lakoff, si Bush habla de libertad (lo hizo 49 veces en su discurso de la segunda posesión) y a su nombre ha apresado a cientos de personas en Guantánamo indefinidamente y sin debido proceso. Si con el pretexto de defenderla ha permitido torturar, ha comenzado una guerra preventiva sobre premisas falsas, ha causado miles de muertos civiles en Irak, ha sostenido regímenes dictatoriales en Pakistán, Egipto y Arabia Saudita, ha ordenado espiar sin orden judicial las llamadas telefónicas de sus ciudadanos, ha comprado periodistas, ha favorecido que se obligue a los colegios a enseñar como verdad científica que Dios creó al mundo hace 6.000 años, etcétera.
Lakoff es un importante ejemplo de los académicos que se han dado a la tarea de analizar en términos de las ciencias del conocimiento el proceso que se ha vivido en los últimos años en la conciencia colectiva de Estados Unidos, y sus conclusiones, al contrario de las de Freedom House, dan escalofrío. El autor de “Whose Freedom? The Battle Over America’s Most Important Idea” (¿La Libertad de quién? La batalla por la idea más importante de Estados Unidos), sostiene que se equivocan quienes creen que se trata solamente de un manoseo excesivo que ha degradado y despojado de su significado a la palabra libertad. Porque, según él, lo que hay es una campaña muy bien diseñada para convencer a la gente de que la libertad que hay que defender no es la misma que animó la creación de Estados Unidos, una libertad progresista que significa la ampliación permanente de los derechos y las oportunidades, de las condiciones laborales humanistas, de la educación pública, una libertad que implica también estar libre de flagelos como el miedo y la pobreza.
Por el contrario, según Lakoff, el establecimiento neoconservador que ha dominado a Washington en los últimos ocho años ha aprovechado el tiempo para hacer creer al pueblo que la libertad tiene otros significados. Por ejemplo, que la seguridad social es una amenaza porque crea una dependencia que atenta contra su libertad. O que la libertad religiosa no incluye el derecho a que ninguna religión sea impuesta. O que espiar a los ciudadanos no viola su libertad sino que la protege. O que la intervención del Estado en la economía en favor de los ciudadanos es una amenaza para la libertad de la economía, fuera de la cual no hay nada.
En esa concepción, todo asomo de disenso, desorden o inmoralidad es una amenaza que debe ser aplastada por cualquier medio, incluso a costa de sacrificar las garantías de sectores importantes de la sociedad, como los pobres, los homosexuales, las mujeres ante el aborto o los sospechosos de ser terroristas. Como consecuencia de esa mirada neoconservadora, desaparecen los derechos laborales, la educación pública se restringe tanto como la seguridad social, lo mismo que el control a las grandes corporaciones, en nombre de una libertad insuflada en la conciencia colectiva como una verdad revelada.
Lakoff describe, como científico del conocimiento, cómo los ultraconservadores, con su vocero Bush, usan la repetición para sembrar en la mente de sus connacionales sus verdades a pesar de estar demostradas como mentiras. Cómo el uso de la expresión ‘guerra contra el terrorismo’ en la agresión a Irak crea un marco conceptual en el que las víctimas civiles, hombres, mujeres y niños inocentes (de hecho, víctimas en su tiempo de Saddam Hussein) se convierten en daños colaterales que no merecen mayor preocupación. Porque, dice, quien crea los marcos conceptuales y maneja el significado de las metáforas presentes en casi toda nuestra comunicación verbal, puede manipular con facilidad las creencias.
Es en esas condiciones que Estados Unidos se acerca a una nueva elección presidencial. El gobierno de Bush dejará como legado un impresionante avance en el camino hacia tergiversar del todo los ideales de la libertad primigenia. Hasta qué punto su sucesor estará comprometido a regresar a valores más altos de la humanidad, es una incógnita. Si John McCain es el nuevo Presidente, es probable que el camino siga siendo el mismo. Si lo es Barack Obama, hay una mayor probabilidad de que las cosas cambien. Lo malo es que aún no es claro hasta dónde ha llegado el lavado de cerebro colectivo. Tal vez también haya afectado al candidato demócrata, aunque no lo sepa.