¿Y qué responsabilidad, si en caso existiera alguna, tendría los Estados Unidos por haberle brindado apoyo a las instituciones respaldadas por esta pared silenciosa?
Vínculos de los militares Colombianos con los paramilitares
Escepticismo de Inteligencia Norteamericana
Para comprender el caso de la masacre de Trujillo es importante reconocer el omnipresente entorno de impunidad en el que se centra esta tragedia. Trece años después de que el Presidente Ernesto Samper aceptara responsabilidad por el papel desempeñado por el Estado en las matanzas de Trujillo, y a 18 años de los asesinatos, aún no hay un solo autor responsable sentenciado por vínculos con este caso.
A principios de este mes, en un informe especial sobre los asesinatos en Trujillo recopilado por el Grupo de Memoria Histórica (GMH) establecido bajo el la Ley de Justicia y Paz se encontró que no había el más insignificante síntoma de impotencia estatal o falta de recursos. “Al contrario”, escribe Gonzalo Sánchez, el director del Grupo:
“hace parte de la lógica que se rodea y/o determina estos crímenes.” Es precisamente esta impunidad la que brinda todas las garantías para que los crímenes sigan siendo cometidos, para que los victimarios puedan seguir actuando, para que los responsables no sean castigados.”
Cada vez que Colombia vuelve a revisar esta “tragedia que no cesa,” el país se encuentra frente a la posibilidad de que ésta será otra investigación más y nadie saldrá condenado.
La violencia política actual y los antecedentes de impunidad que rodean este caso realzan la importancia de brindar acceso a una amplia selección de datos e información para los grupos investigadores de crímenes contra los derechos humanos provenientes de organizaciones internacionales, cortes y grupos de apoyo. Curiosamente, una rica fuente con suficiente información sobre el problema de la impunidad en Colombia resulta ser uno de sus más cercanos aliados: el gobierno de Estados Unidos. Los registros y antecedentes sobre el asunto de derechos humanos en Colombia han permanecido en los radares de diplomáticos estadounidenses y oficiales de inteligencia por más de 30 años—específicamente los casos vinculados al entrenamiento y apoyo provisto por los Estados Unidos. Gracias a cientos de peticiones cobijadas bajo la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública, solicitadas por el National Security Archive localizada en Washington, D.C., muchos de estos documentos considerados anteriormente como secretos se encuentran desclasificados. Estos documentos nos revelan qué dijeron tras bambalinas los funcionarios estadounidenses sobre su aliado andino y si creían que los líderes militares y civiles de Colombia tenían la verdadera intención de hacer justicia en el caso Trujillo y en otros.
A mediados de los años 90, la creciente protesta sobre el estado de los derechos humanos en Colombia conllevó a que los EE.UU. fueran más precavidos en brindar apoyo a las unidades y oficiales de las fuerzas armadas colombianas. Informes con alto nivel de credibilidad se enfocaron explícitamente en los abusos cometidos por las unidades militares y oficiales respaldados por los Estados Unidos. Tal acontecimiento complicó las relaciones entre los EE.UU. y Colombia en temas de seguridad, especialmente cuando prácticamente ni existían procesos judiciales al respecto.
Para los Estados Unidos, Trujillo sería una prueba importante para el pronunciado compromiso hecho por el Presidente Samper de mejorar los antecedentes de derechos humanos en Colombia, al igual que su promesa de deshacer los vínculos entre militares y paramilitares. Sin embargo, la simple admisión de que el Estado tomó parte en los hechos no sería suficiente, ya que el gobierno de Clinton quería ver resultados contundentes sobre el caso, incluso de los procesos judiciales de los responsables.
Vínculos de los militares Colombianos con los paramilitares
Entre los principales responsables se encontraba el Mayor Alirio Urueña, un oficial de la Tercera Brigada, quien aparte de tener conexiones con los paramilitares y narcotraficantes detrás de los acontecimientos de Trujillo entonces, fue mencionado en un cable de la embajada norteamericana donde se señaló que Urueña “recibió entrenamiento auspiciado por el USG [Gobierno de los Estados Unidos] en dos ocasiones”: en 1976, en la “Orientación de Cadetes en la Escuela de las Américas,” y en “un curso para ser oficial de inteligencia, patrocinado por la Agencia de Defensa e Inteligencia [DIA]” en diciembre de1988 y enero de 1989; aproximadamente un año antes de que se iniciaran los asesinatos que los implicaban.
La mera brutalidad con la que se ejecutaron los asesinatos provocaron un aire de incomodidad entre la conexión de Estados Unidos con Urueña. La Embajada citó evidencias contundentes sobre Urueña, quien “personalmente dirigió la tortura de 11 detenidos y su posterior ejecución,” de acuerdo con un cable. Los testigos claves en el caso, un informante civil del Ejército quien participó en los asesinatos, afirmó que las matanzas “se llevaron a cabo cercenando las extremidades/miembros y cabezas de las víctimas, todavía en vida, con una motosierra.” Su testimonio, según la Embajada, fue corroborado “por más de una docena de testigos.” [sem-19900727.pdf]. Tal vez aún mas preocupante es el caso que vincula al Mayor Urueña con el grupo narcoparamilitar encabezado por los cabecillas paramilitares Diego Montoya y Henry Loaiza, (ambos se encuentran en indagatorias sobre los asesinatos de Trujillo).
La conexión de Estados Unidos con Trujillo, y el deseo de EE.UU. de continuar reforzando la estratégicamente localizada Tercera Brigada, impulsó aún más que Samper ratificara su aceptación histórica de la responsabilidad del Estado castigando a los perpetradores. El oficial superior en derechos humanos del Departamento de Estado, John Shattuck, le comentó a Samper en una reunión en 1995 que “progresos retóricos” requerían un seguimiento en conjunto con “evidencia demostrando que el estado colombiano puede y atacará la causa principal de los altos índices de violaciones a los derechos humanos y violencia en general: impunidad.” Refiriéndose a Trujillo y otros dos casos, Shattuck afirmó que “hasta que el ejército colombiano y/o los regímenes de justicia sean capaces de investigar, procesar, condenar, y sentenciar a los responsables de las masacres, las reformas institucionales prevalecerán como gestos vacíos.” Lo que importa, afirmó Shattuck, es que Colombia empiece a “demostrar resultados… en casos donde las violaciones a los derechos humanos le sean atribuidas a las fuerzas de seguridad del Estado.”
Escepticismo de Inteligencia Norteamericana
Las fuentes de inteligencia estadounidense se mostraron escépticas hacia la promesa de Colombia de intentar romper lazos con los grupos paramilitares. La CIA reportó en marzo de 1995 que Samper todavía “tenía que demostrar determinación en tratar los abusos cometidos por los grupos paramilitares que operan bajo la tácita aprobación del ejército.” Samper también “fracasó en arrestar y procesar a [famoso jefe paramilitar] Fidel Castaño.” Y había “respaldado la propuesta de[ El Ministro de Defensa] Botero de crear cooperativas rurales de seguridad,” varias de las que cuales operaron al lado de los grupos paramilitares, según la CIA.
Ni siquiera la admisión de la responsabilidad del estado en el caso de Trujillo por parte de Samper reparó la negligencia del ejército al no formular cargos contra el personal implicado en abusos severos. La respuesta del Comandante del Ejército General Harold Bedoya en diciembre de 1996 a una petición de la Embajada, que solicitaba información sobre 18 casos de derechos humanos vinculados con el ejército por Amnistía Internacional, fue “de hecho una admisión de culpabilidad institucional,” de acuerdo con un cable. Pero en vez de avergonzar a Bedoya publicando su vergonzosa réplica, el cable indicó que tal respuesta debería ser usada para “presionarlo a empezar a limpiar el sórdido rendimiento del [Ejército Colombiano] en el campo de los derechos humanos, especialmente el patrón de cuasi-impunidad, fingiendo una justicia militar.” “No debemos rehuirle a cualquier chantaje caballeroso,” añadió la Embajada, “si eso es lo necesario para avanzar con nuestra agenda de derechos humanos.”
Un año más tarde, las cosas empeoraron. El reporte de la CIA en diciembre de 1997 con actualización sobre “los vínculos entre las Fuerzas Armadas y Grupos Paramilitares” desalentadamente predijo que las “posibilidades de un esfuerzo por parte de los militares de alto rango para tomar medidas enérgicas contra los paramilitares—y los oficiales que operan con ellos—no parecen prometedoras.” El nuevo Comandante del Ejército, General Manuel Bonett, “al igual que su antecesor Harold Bedoya,” demostró “poca inclinación para combatir los grupos paramilitares.”
A pesar de abrumadoras evidencias, Urueña nunca fue condenado por su rol en Trujillo, y su despido del Ejército fue criticado abiertamente por altos oficiales militares. Incluso, haber despedido a Urueña fue una decisión de un alto costo político para Samper, quien luego no mostró mayor interés en presionar para que persiguieran a los perpetradores –especialmente Urueña, pero también esos que la Embajada dijo que habían encubierto y pervertido las investigaciones iniciales, incluyendo al general Bonett, quien había servido como el juez militar de primera instancia en el caso.
Sin embargo, la reapertura del caso de Trujillo tras el reporte del GMH es una señal esperanzadora que la recuperación de la memoria histórica en Colombia finalmente podrá ayudar a levantar el velo de la impunidad. De pronto todavía es muy temprano para saber si estos desarrollos recientes son señales de un progreso real o son simplemente “gestos vacíos” sin consecuencias legales tangibles, pero sí son claramente parte de una tendencia que ha visto cómo algunos oficiales militares de alto perfil han sido investigados en los meses recientes.
Dada la historia reciente de Colombia, de pronto no sorprende que Estados Unidos quiera tener la evidencia que pueda definir estos casos. Catorce comandantes paramilitares esperan ser condenados en Estados Unidos por cargos de narcotráfico. No está claro todavía si investigadores colombianos tendrán la oportunidad de indagar a estos hombres, que son responsables de algunas de las peores atrocidades del conflicto, o si las memorias de sus crímenes, sus víctimas y sus colaboradores en las fuerzas de seguridad colombianas permanecerán encerradas en el sistema carcelario de Estados Unidos.
De cualquier modo, a medida que los colombianos continúan valientemente con estas investigaciones, documentos desclasificados de Estados Unidos podrían ser una fuente valiosa de evidencia, que de otro modo no estaría disponible para fiscales del conflicto colombiano y, sobre todo, para combatir el sistema de impunidad que está en su base.
*Director del Colombia Documentation Project en el National Security Archive en Washington D.C.