(Colombia) (Autor: Aurelio Suárez Montoya)
En 2007 el valor de una carga de papa de 8 arrobas estuvo en $12.000. Este precio, debido a una sobreoferta causada por abundancia de siembras, llevó a la quiebra a muchos productores. Para 2008, fue al contrario: en enero la carga ya se cotizaba a $80.000 y para mayo ha superado $170.000. La escasez ocasionó que la libra al público, que en enero de 2008 valía $700, se venda en mayo a $1.000.
La causa de tanto desequilibrio tiene que ver con la política agrícola, que ha dejado que la “mano invisible” del mercado actúe en los distintos ciclos. En unos conduce a la ruina a los productores y, en otros, debido a la insuficiencia, propicia un encarecimiento para el consumidor. Estas fases se han vuelto más agudas y la presente coincidió con la ola alcista de los alimentos y de los insumos agrícolas. La papa está desaparecida de tiendas y graneros, donde se compran el 50% de los víveres, porque destinar capital para surtirla significa para los comerciantes suprimir la oferta de otros bienes y se está reemplazando por la yuca.
El kilo de arroz que en enero se vendió a $ 1.350 en mayo llegó cerca de $2.000. Esta subida también está relacionada con la política agrícola. Siendo, junto con la papa, un género en el que Colombia es prácticamente autosuficiente, la elevación de los precios se explica por los altos costos de producción. En 2008, producir una hectárea de arroz en el Llano, cuesta casi cuatro millones de pesos, lo que hace que una tonelada valga $700.000, cuando en 2006 costaba $520.000 y $560.000 en 2007. El incremento está en los fertilizantes y en el valor de la tierra. Dejar “operar al mercado” para insumos, sin fuerte control estatal, aleja cada vez más el arroz de la mesa de los pobres, el cereal que más ingieren.
El pan de 100 y el de 200 se evaporaron de las panaderías. Aunque el trigo es sólo el 15% del valor de fabricación de una pieza, el aumento de la cotización internacional hizo la hazaña. En Colombia se importa trigo desde la década de los cincuentas del siglo pasado; inicialmente con créditos subsidiados por Estados Unidos y, más tarde, cuando se extinguió el grueso de la producción nacional, el suministro se dejó en manos del “mercado global”. Entre 2000 y 2008, la tonelada importada ha pasado de 120 a más de 250 dólares. El trigo, en valor, es ahora el séptimo renglón de importación de Colombia y sigue subiendo.
Como si lo anterior no bastara, el gobierno, evadiendo su obligación con la sanidad de la leche -desde el potrero hasta la cocina- la ha abandonado en manos de productores, procesadores y consumidores. Su gestión sanitaria en ese campo la redujo a un decreto, dictado por las normas de la OMC, que, sin medir impactos económicos y sociales, prohibió desde el 24 de agosto de 2008 “el comercio de leche cruda y leche cruda enfriada para el consumo humano”, refiriéndose a la que se expende para ser hervida en los hogares. Miles de productores rurales que no entregan el líquido a las pasteurizadoras, estarán excluidos de dicha actividad, tanto como el comercio que se lo compra y distribuye y como muchas industrias lácteas que deberán supeditarse para la provisión de materia prima de quienes impondrán un predominio aún mayor en este sector. Los consumidores, la mayoría de bajos ingresos, pasarán de pagar $900 o $1.000 por un litro a más de $1.800 por una bolsa de 900 CC. Tres de cada diez litros se adquieren como “leche en cantina” y en Bogotá son más de 350.000 diarios, una porción atractiva para el oligopolio industrial lácteo que verá subir sus ventas en más de un millón de dólares por día, disfrutando de la supresión de la “cadena popular”.
La falta en la mesa de papa, arroz, pan y leche en muchas familias colombianas está ligada con la política agrícola. Hacer de las importaciones el principal instrumento de abastecimiento de cereales, oleaginosas y alimentos básicos, la eliminación del sistema de precios internos de sustentación estables por la adopción de los precios “de mercado” como referencia principal, la supresión del control eficaz de los costos de los insumos, la imposición de normas sanitarias inconsultas con la realidad productiva nacional y, a contramano, la concentración de apoyos y crédito en las cadenas exportadoras y en los grandes “empresarios” están en la raíz de la carestía que sufrimos. Una inseguridad alimentaria propia de una gestión ministerial que pregona que “es mejor la uchuva que el trigo”, que promueve yerros como su proyecto Carimagua y que, ante la evidencia, recurre a intimidar a quienes lo controvierten o a quienes presentan cifras que no le son convenientes por develar su fracaso. Urge una corrección inmediata.
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14 junio, 2008
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