Consejo Noruego para Refugiados. A los 14 años, Yerson D’Avila salióhuyendo para evitar el reclutamiento de la guerra. Hoy, junto con su compañera Shirly Cabarcas, hacen parte de los 161 jóvenes beneficiarios del Bachillerato Pacicultor, modelo educativo que el Consejo Noruego para Refugiados implementa desde el 2006 en Santa Marta para brindar a jóvenes en situación de desplazamiento y vulnerabilidad que no acceden al sistema educativo formal, una oportunidad para la vida desde la educación para la paz.
Vengo de Santa Rosa de Lima. Salí desplazado en el año 2000. Una noche mi papá me embarcó con mi hermana en un bus a escondidas porque los grupos armados se estaban llevando a dos personas de cada familia. En Santa Marta nos esperó otra hermana. Yo tenía 14 años. Nunca había venido a la ciudad. Lo que más me impresionó fue el mar. Cuando venía en el bus lo vi por primera vez. Grande y bonito… En el pueblo ordeñaba en la madrugada, estudiaba en la mañana –tercero de primaria- y en la tarde trabajaba tirando machete en una finca. Era una vida chévere. Después llegaron desplazados mis papás y mis hermanos con sus familias. La finca quedó abandonada. Se perdió todo, los chivos, los cerdos, los cultivos. Vivíamos 20 personas en una pieza. Pasábamos ratos de mucha tristeza. No estábamos acostumbrados a acostarnos sin comida ni a dormir todos amontonados.
Los primeros días fueron muy difíciles porque en Santa Marta todo es por palanca. Mis hermanos salían temprano a conseguir trabajo y regresaban en la noche sin nada. Conseguí empleo vendiendo verduras en la calle. Los primeros días me daba pena gritar para ofrecer el producto. Prefería irme de casa en casa: “A la orden doña, lleve la papa, la yuca”. Después, la gente ya me conocía y me regalaban ropa y zapatos. Había un señor que, cuando me veía cansado, me compraba toda la carretilla. En un día bueno vendía 250 mil pesos. De eso, el dueño me daba 8 mil pesos. También me daba verduras y frutas para llevar a la casa.
Aprendizaje de puertas abiertas…
Un día llegaron al barrio –Cerro Fresco- inscribiendo a los jóvenes para el Bachillerato de Paz. Nunca había escuchado nada de eso. Pensaba: “Ahora, quien sabe qué será”, porque siempre venían buscando a los desplazados para sacar beneficios. Uno se vuelve desconfiado. Pero mi mamá nos inscribió a mí y a mi compañera, Shirly. Vivimos juntos desde el año 2005. Ella tenía 14 años y yo 18. Me iba bien en ciencias naturales porque venía del campo. Pero era malo en matemáticas. Cuando me gradué de primaria me sentí feliz. No pensé que fuera a graduarme porque le había perdido amor al estudio. En el pueblo era el primero en levantarme para ir a la escuela. Pero cuando uno se acostumbra a la plata, piensa: “Para qué estudio si no me va a servía para nada. Ya estoy trabajando”.
Luego, comencé a estudiar el bachillerato de noche en el barrio El Pantano. Pero le cogí fastidido al colegio por la profesora que regañaba mucho. A mi me gusta que me expliquen las cosas con calma. Después llegó a estudiar un muchacho de las AUC y se la pasaba amenzándonos. Decía que le teníamos que entregar las onces en el recreo. No le tenía miedo porque en el pueblo uno se acostumbró a ver a esa gente. Ellos mismos decían: “No le demuestre miedo a ningún grupo armado porque, enseguida, creen que usted debe algo”. Un día se metió con mi hermana. Le dije: “No puede estar en este colegio o lo denuncio”. Amenazó a la profesora y se fue. No lo volvimos a ver.
El primer día de clase estaba nervioso: “Si me pasan al tablero a hacer una división, me friego”, pensaba. Fue en la Universidad del Magdalena. Nunca había ido. Me pareció bonita, todo verdecito. Me animó ver tantas personas estudiando, esmerándose por salir adelante. El primer día nos presentamos. Todos éramos desplazados. Me gustó porque nos dijeron que las clases no iban a ser en un salón sentados todo el tiempo en pupitres.
La siguiente clase fue en la playa y un profesor llevó una guitarra. Y nos dieron comida. Nunca había estado en un colegio que dieran comida. También me gustó la forma que los profes nos trataban. Ese día había un muchacho apartado del grupo y hablaron con él. Uno siempre tiene problemas guardados pero no tiene para pagar un sicólogo. Todo era muy diferente a los colegios normales. Por ejemplo, uno se hacía una pregunta y, sobre esa pregunta, investigaba, hacía un proyecto y aprendía todas las materias. Otra cosa diferente eran las tutorías de barrio. Llegábamos a compartir con la comunidad.
Comenzamos 72 alumnos pero algunos se fueron retirando. Yo animaba a los compañeros: “No te retires, ya casi coronamos”. Pero jóvenes de barrios como El Pantano, Bastidas, Timayui y El Parque dejaron de estudiar porque tenían familia y debían trabajar todo el tiempo. Shirly y yo, afortunadamente, contamos con el apoyo de mis papás. Pero muchos, si no la sudaban no comían. Finalmente, nos graduamos el 29 de agosto de 2008, junto con 23 compañeros. Sentí un nudo en la garganta. Les di las gracias a mis papás. A veces estaba desempleado y me quería retirar de estudiar. Sobre todo, cuando Shirly quedó embarazada. Me daba pena con mis papás. Pero ellos me decían: “Eso no importa, estudia”. Cuando podía trabajaba con mi papá en construcción. O arreglaba televisores, grabadoras y equipos de sonido y así aportaba plata a la casa. También tuvimos mucho apoyo de los profes para terminar los dos el proceso. Sobre todo, cuando se nos murió el bebé recién nacido, en agosto de 2007. Fue un momento muy duro.
Si papá no me saca…
Creo que la rabia la tenía guardada por haber tenido que salir del pueblo y dejar todo. Todavía me acuerdo y me duele. Aunque ya no quiero regresar. Tengo otras expectativas, quiero estudiar. Es difícil pensar que, precisamente, pude estudiar porque me desplacé. Porque allá en el pueblo los muchachos se quedan tirando machete y ordeñando. Muchos terminan vinculados a los actores armados, a las malas o porque quieren. A los jóvenes les llamaba la atención porque les pagaban 600 mil pesos mensuales y les daban permiso de salir cada dos meses. Llegaban con plata y se emborrachaban. Eran los ‘chachos’ del pueblo. Cuando entraban uno ya reconocía el ruido de la camioneta. No quedaba nadie por la calle, todo el mundo se escondía.
Mi papá tuvo que rescatar a uno de mis hamanos dos veces de las AUC. Una vez se lo llevaron porque se le marcaban las botas de caucho en la pantorrilla y las tiras del morral en la espalda, entonces decían que era guerrillero. Mi papá fue con el patrón de la finca hasta donde lo tenían. Les dijo que él se quedaba en vez de mi hermano. “El problema es con su hijo”, le respondieron. Finalmente, los convencieron de soltarlo. Mi hermano tenía 29 años.
Otro día, íbamos a ordeñar a las 4 am. Hicieron unos tiros y el caballo nos tumbó. Mi hermano salió corriendo pero lo alcanzaron. Le decían que se acostara en el suelo. “Si me van a matar, mátenme parado”, les respondió. “Acuéstese porque, o si no, le queda el alma en pena”, le decían. Fuí corriendo a avisarle a mi papá. Otra vez logró rescatarlo. El patrón puso la queja donde el jefe de las AUC. Desde ese día no volvieron a molestar. Antes de graduarme, fui a trabajar al municipio de Fundación, a armar un corral para 700 novillas. La finca quedaba a dos horas en bicicleta por un camino lleno de barro. A veces, me tocaba alzar la bicicleta para que no se enterrara. En ese trajín, se me cayó la billetera. En la finca, me avisaron que debía devolverme porque ya nos íbamos a graduar. De regreso, la guerrilla me estaba esperando en el camino. Tenían mi billetera. Me preguntaron qué estaba haciendo por allá. Sentí mucho susto porque unos primos fueron de las AUC y esa gente tiene bases de datos. Pensé que me iba a matar. No me salía la voz. Le pedí a Dios que me diera fuerzas: “Estaba trabajando. Voy a Santa Marta a graduarme del colegio. Soy del Bachillerato de Paz”, les respondí. El comandante me dijo que, si quería estudiar, me pagaban una carrera. Me ofrecieron estudiar medicina. “No, gracias. Yo veo sangre y me desmayo”, les respondí. Me ofrecieron estudiar Química, que me compraban moto y no me iba a faltar la plata. Lo más chistoso es que les dije que no quería estudiar más…
La guerrilla ya me había cogido una vez cuando estaba trabajándole al patrón en la finca. Uno de los muchachos me vio cosiéndo unas botas, fue y sapeó y en la tarde la guerrilla me llevó. Cuando llegaron, pensé que me iban a matar porque estaba acostado en una hamaca militar que me habían regalado. Se me salían las lágrimas. A la semana me soltaron. Alcancé a coser 40 pares botas y me pagaron los días de trabajo.
A otro hermano, también los cogierón una vez las AUC porque tenía “porte” para trabajar con ellos. Tenía 23 años. Cuando nos avisaron nos pusimos a llorar porque esa gente cuando se llevaba a alguien del pueblo era para matarlo. Mi papá fue con mi cuñado a buscarlo. Cuando se los encontró en el camino, venían en una camioneta Toyota de vidrios oscuros. En el platón traían tres muertos. Mi papá dice que, cuando vio el poco de sangre, sintió un frío terrible. Pero abrieron las puertas de la camioneta y el primero que salió fue mi hermano.
Por eso mi papá decidió sacarnos a todos del pueblo. Porque íbamos a terminar muertos o trabajando con los armados. También por los combates entre la guerrilla y las AUC. En la finca, a veces se metían en la terraza y desde ahí se daban bala. Uno hasta se acostumbraba. Tocaba agacharse y aguantar…
Vengo de Santa Rosa de Lima. Salí desplazado en el año 2000. Una noche mi papá me embarcó con mi hermana en un bus a escondidas porque los grupos armados se estaban llevando a dos personas de cada familia. En Santa Marta nos esperó otra hermana. Yo tenía 14 años. Nunca había venido a la ciudad. Lo que más me impresionó fue el mar. Cuando venía en el bus lo vi por primera vez. Grande y bonito… En el pueblo ordeñaba en la madrugada, estudiaba en la mañana –tercero de primaria- y en la tarde trabajaba tirando machete en una finca. Era una vida chévere. Después llegaron desplazados mis papás y mis hermanos con sus familias. La finca quedó abandonada. Se perdió todo, los chivos, los cerdos, los cultivos. Vivíamos 20 personas en una pieza. Pasábamos ratos de mucha tristeza. No estábamos acostumbrados a acostarnos sin comida ni a dormir todos amontonados.
Los primeros días fueron muy difíciles porque en Santa Marta todo es por palanca. Mis hermanos salían temprano a conseguir trabajo y regresaban en la noche sin nada. Conseguí empleo vendiendo verduras en la calle. Los primeros días me daba pena gritar para ofrecer el producto. Prefería irme de casa en casa: “A la orden doña, lleve la papa, la yuca”. Después, la gente ya me conocía y me regalaban ropa y zapatos. Había un señor que, cuando me veía cansado, me compraba toda la carretilla. En un día bueno vendía 250 mil pesos. De eso, el dueño me daba 8 mil pesos. También me daba verduras y frutas para llevar a la casa.
Aprendizaje de puertas abiertas…
Un día llegaron al barrio –Cerro Fresco- inscribiendo a los jóvenes para el Bachillerato de Paz. Nunca había escuchado nada de eso. Pensaba: “Ahora, quien sabe qué será”, porque siempre venían buscando a los desplazados para sacar beneficios. Uno se vuelve desconfiado. Pero mi mamá nos inscribió a mí y a mi compañera, Shirly. Vivimos juntos desde el año 2005. Ella tenía 14 años y yo 18. Me iba bien en ciencias naturales porque venía del campo. Pero era malo en matemáticas. Cuando me gradué de primaria me sentí feliz. No pensé que fuera a graduarme porque le había perdido amor al estudio. En el pueblo era el primero en levantarme para ir a la escuela. Pero cuando uno se acostumbra a la plata, piensa: “Para qué estudio si no me va a servía para nada. Ya estoy trabajando”.
Luego, comencé a estudiar el bachillerato de noche en el barrio El Pantano. Pero le cogí fastidido al colegio por la profesora que regañaba mucho. A mi me gusta que me expliquen las cosas con calma. Después llegó a estudiar un muchacho de las AUC y se la pasaba amenzándonos. Decía que le teníamos que entregar las onces en el recreo. No le tenía miedo porque en el pueblo uno se acostumbró a ver a esa gente. Ellos mismos decían: “No le demuestre miedo a ningún grupo armado porque, enseguida, creen que usted debe algo”. Un día se metió con mi hermana. Le dije: “No puede estar en este colegio o lo denuncio”. Amenazó a la profesora y se fue. No lo volvimos a ver.
El primer día de clase estaba nervioso: “Si me pasan al tablero a hacer una división, me friego”, pensaba. Fue en la Universidad del Magdalena. Nunca había ido. Me pareció bonita, todo verdecito. Me animó ver tantas personas estudiando, esmerándose por salir adelante. El primer día nos presentamos. Todos éramos desplazados. Me gustó porque nos dijeron que las clases no iban a ser en un salón sentados todo el tiempo en pupitres.
La siguiente clase fue en la playa y un profesor llevó una guitarra. Y nos dieron comida. Nunca había estado en un colegio que dieran comida. También me gustó la forma que los profes nos trataban. Ese día había un muchacho apartado del grupo y hablaron con él. Uno siempre tiene problemas guardados pero no tiene para pagar un sicólogo. Todo era muy diferente a los colegios normales. Por ejemplo, uno se hacía una pregunta y, sobre esa pregunta, investigaba, hacía un proyecto y aprendía todas las materias. Otra cosa diferente eran las tutorías de barrio. Llegábamos a compartir con la comunidad.
Comenzamos 72 alumnos pero algunos se fueron retirando. Yo animaba a los compañeros: “No te retires, ya casi coronamos”. Pero jóvenes de barrios como El Pantano, Bastidas, Timayui y El Parque dejaron de estudiar porque tenían familia y debían trabajar todo el tiempo. Shirly y yo, afortunadamente, contamos con el apoyo de mis papás. Pero muchos, si no la sudaban no comían. Finalmente, nos graduamos el 29 de agosto de 2008, junto con 23 compañeros. Sentí un nudo en la garganta. Les di las gracias a mis papás. A veces estaba desempleado y me quería retirar de estudiar. Sobre todo, cuando Shirly quedó embarazada. Me daba pena con mis papás. Pero ellos me decían: “Eso no importa, estudia”. Cuando podía trabajaba con mi papá en construcción. O arreglaba televisores, grabadoras y equipos de sonido y así aportaba plata a la casa. También tuvimos mucho apoyo de los profes para terminar los dos el proceso. Sobre todo, cuando se nos murió el bebé recién nacido, en agosto de 2007. Fue un momento muy duro.
Si papá no me saca…
Creo que la rabia la tenía guardada por haber tenido que salir del pueblo y dejar todo. Todavía me acuerdo y me duele. Aunque ya no quiero regresar. Tengo otras expectativas, quiero estudiar. Es difícil pensar que, precisamente, pude estudiar porque me desplacé. Porque allá en el pueblo los muchachos se quedan tirando machete y ordeñando. Muchos terminan vinculados a los actores armados, a las malas o porque quieren. A los jóvenes les llamaba la atención porque les pagaban 600 mil pesos mensuales y les daban permiso de salir cada dos meses. Llegaban con plata y se emborrachaban. Eran los ‘chachos’ del pueblo. Cuando entraban uno ya reconocía el ruido de la camioneta. No quedaba nadie por la calle, todo el mundo se escondía.
Mi papá tuvo que rescatar a uno de mis hamanos dos veces de las AUC. Una vez se lo llevaron porque se le marcaban las botas de caucho en la pantorrilla y las tiras del morral en la espalda, entonces decían que era guerrillero. Mi papá fue con el patrón de la finca hasta donde lo tenían. Les dijo que él se quedaba en vez de mi hermano. “El problema es con su hijo”, le respondieron. Finalmente, los convencieron de soltarlo. Mi hermano tenía 29 años.
Otro día, íbamos a ordeñar a las 4 am. Hicieron unos tiros y el caballo nos tumbó. Mi hermano salió corriendo pero lo alcanzaron. Le decían que se acostara en el suelo. “Si me van a matar, mátenme parado”, les respondió. “Acuéstese porque, o si no, le queda el alma en pena”, le decían. Fuí corriendo a avisarle a mi papá. Otra vez logró rescatarlo. El patrón puso la queja donde el jefe de las AUC. Desde ese día no volvieron a molestar. Antes de graduarme, fui a trabajar al municipio de Fundación, a armar un corral para 700 novillas. La finca quedaba a dos horas en bicicleta por un camino lleno de barro. A veces, me tocaba alzar la bicicleta para que no se enterrara. En ese trajín, se me cayó la billetera. En la finca, me avisaron que debía devolverme porque ya nos íbamos a graduar. De regreso, la guerrilla me estaba esperando en el camino. Tenían mi billetera. Me preguntaron qué estaba haciendo por allá. Sentí mucho susto porque unos primos fueron de las AUC y esa gente tiene bases de datos. Pensé que me iba a matar. No me salía la voz. Le pedí a Dios que me diera fuerzas: “Estaba trabajando. Voy a Santa Marta a graduarme del colegio. Soy del Bachillerato de Paz”, les respondí. El comandante me dijo que, si quería estudiar, me pagaban una carrera. Me ofrecieron estudiar medicina. “No, gracias. Yo veo sangre y me desmayo”, les respondí. Me ofrecieron estudiar Química, que me compraban moto y no me iba a faltar la plata. Lo más chistoso es que les dije que no quería estudiar más…
La guerrilla ya me había cogido una vez cuando estaba trabajándole al patrón en la finca. Uno de los muchachos me vio cosiéndo unas botas, fue y sapeó y en la tarde la guerrilla me llevó. Cuando llegaron, pensé que me iban a matar porque estaba acostado en una hamaca militar que me habían regalado. Se me salían las lágrimas. A la semana me soltaron. Alcancé a coser 40 pares botas y me pagaron los días de trabajo.
A otro hermano, también los cogierón una vez las AUC porque tenía “porte” para trabajar con ellos. Tenía 23 años. Cuando nos avisaron nos pusimos a llorar porque esa gente cuando se llevaba a alguien del pueblo era para matarlo. Mi papá fue con mi cuñado a buscarlo. Cuando se los encontró en el camino, venían en una camioneta Toyota de vidrios oscuros. En el platón traían tres muertos. Mi papá dice que, cuando vio el poco de sangre, sintió un frío terrible. Pero abrieron las puertas de la camioneta y el primero que salió fue mi hermano.
Por eso mi papá decidió sacarnos a todos del pueblo. Porque íbamos a terminar muertos o trabajando con los armados. También por los combates entre la guerrilla y las AUC. En la finca, a veces se metían en la terraza y desde ahí se daban bala. Uno hasta se acostumbraba. Tocaba agacharse y aguantar…
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